Misioneros del Cristo Sediento

Nombre: Alita
Ubicación: Lumen / Maipú, Santiago, Chile

"Todo lo que hacemos es una gota en el océano, pero si no lo hicieramos, el océano tendría una gota menos." - Madre Teresa de Calcuta

martes, noviembre 06, 2007

Preparandonos para Navidad



La navidad de 1963 fue la última de Fernando González en este mundo. Fue también la última de Andrés Ripol en Colombia. Este, monje benedictino español que había llegado a Medellín para fundar el Monasterio de Santa María diez años atrás, partiría el 15 de febrero de 1964 para Centroamérica, luego de una desolada crisis dentro de su comunidad que terminó por despojarlo de su hábito monacal. Aquel, el más vital e iluminado y polémico pensador colombiano de su época, moriría en Otraparte, su casa de Envigado, al día siguiente, 16 de febrero. La separación fue unión definitiva. A él, Fernando González, lo recogió el Silencio (“no se dirá murió, sino lo recogió el Silencio. Y no habrá duelos, sino la fiesta silenciosa, que es Silencio”, diría en una dedicatoria que le escribió al sacerdote al regalarle una edición del “Libro de los viajes o de las presencias”). Al padre Ripol se lo llevó el destierro y hoy, ya octogenario en su Cataluña nativa, es huella iluminada de su “mago Etza-Ambusha”, de su “viejito de la carretera”, de su “ángel de Envigado”.
En diciembre de 1963, hace exactamente 30 años, en el contexto de una honda vivencia espiritual que los mantenía en exaltación constante de amistad a través de cartas y conversaciones, Ripol y González trabajaron al alimón en un interesante proyecto: escribieron juntos una novena de Navidad, “El Pesebre”, la obra que aquí se publica.
Era reconocida en Medellín la presencia sacerdotal del padre Andrés Ripol. Por solicitud de Coltejer se comprometió a escribir unas reflexiones para ser transmitidas por radio durante la novena del Niño Dios. Lo que la sociedad antioqueña seguramente ignoraba era que durante los meses finales de ese 1963, el padre Ripol y Fernando González eran protagonistas de la ya mencionada historia de amistad y comunión en el Espíritu. Fue también la época de la tempestad desatada sobre el monje benedictino. El mago de Otraparte (“A mí me han llamado ateo los jerarcas, y fui beato”, le dijo en una carta) se convirtió en el apoyo y el refugio del sacerdote hundido en la noche oscura.
Escribir los “cuadritos” de Navidad fue una terapia. Y un ejercicio de simbiosis espiritual. Fernando González se emociona con el proyecto. Sugiere ideas, redacta párrafos, escribe consideraciones que Ripol retoma, conservándolas intactas o reelaborándolas, para fraguar un texto final que revisan y comentan en común.
Además de los testimonios de quienes vivieron de cerca esta silenciosa aventura, quedan como pruebas las cartas que el maestro escribe a Ripol por estas fechas y que se encuentran en la tercera parte del libro
“Cartas de Ripol”, publicado en 1989 (Editorial El Labrador, Bogotá, pags. 167 a 204). Para entender a cabalidad “El Pesebre” hay que leer también esas cartas.
Además de las referencias coyunturales del momento, como que estaba en plena realización el Concilio Vaticano II, es interesante comprobar cómo la terminología fernandogonzaliana se transvasa en el lenguaje del sacerdote Ripol con naturalidad, en perfecto acomodo. Es una obra escrita a dos manos, a dos almas.
El aliento continental y americanista del autor de
“Los Negroides”, el bolivarismo fogoso de “Mi Simón Bolívar”, su lucha por la verdad y la autenticidad que permea todas sus obras, su ternura áspera y dulce al mismo tiempo, están aquí, en “El Pesebre”. Pero sobre todo la madurez espiritual y la plenitud mística de sus últimos años.
“El Pesebre” es de Ripol, es de Fernando González. Es de los dos. De los dos hechos uno en la Intimidad. Y es hoy, este Pesebre, un reclamo a vivir el misterio, a rescatar la vivencia cristiana en nuestra autenticidad personal y colombiana. Eso, además, de rescatar un texto valioso, busca la presente edición.
Ernesto Ochoa MorenoEnvigado, noviembre de 1993
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